Imagínate esto: te encuentras al borde de cerrar el trato más importante de tu carrera. Frente a ti, un cliente potencial te observa atentamente, captando cada uno de tus gestos, posturas y sonidos. Sin embargo, te das cuenta de que no son las palabras las que capturan su interés, sino cómo las pronuncias. En ese preciso momento, te envuelve la revelación del poder oculto de la comunicación, un arte que trasciende los meros intercambios verbales.
Desde mis primeras negociaciones como consultor, aprendí sobre el estudio de las microseñales: esos sutiles gestos, posturas y maneras de saludar que emitimos sin darnos cuenta, pero que comunican volúmenes a nuestro interlocutor. Me fascinó descubrir cómo estos elementos, frecuentemente subestimados, tienen el potencial de transformar completamente la atmósfera de una reunión, creando un terreno fértil para la confianza y la comprensión mutua. Como resultado, mi tasa de conversión —ese indicador crítico de éxito en el ámbito de los negocios— ha ido en aumento, evidenciando que la eficacia comunicativa no es un mito, sino una realidad tangible y mensurable.
La comunicación presencial se ha convertido para mí en un delicado baile, una danza de sincronización y ritmo donde dos partes se esfuerzan por encontrar una armonía que culmine en acuerdos mutuamente beneficiosos. Aunque se dice que los primeros cuatro minutos son cruciales para establecer este vínculo, sostengo que su duración es indefinida, extendiéndose tanto como sea necesario para alcanzar la mente y el corazón de nuestro cliente.
Cada vez que me toca dictar una capacitación, esta consciencia sobre el poder de la observación, el movimiento y el contacto visual se intensifica. Me esfuerzo por establecer una conexión individual con cada participante, porque comprender sus deseos y preocupaciones es el primer paso hacia la construcción de un rapport duradero.
Por ejemplo, este último viernes y sábado tuve la oportunidad de dictar una capacitación para un grupo de líderes. Al entrar a la sala de capacitación, comencé a saludar dándole la mano a cada uno e intercambiando unas palabras acompañadas de un saludo. La forma en como me devolvían el saludo, sus microexpresiones, me daban un registro de su estado de ánimo y su nivel de receptividad hacia lo que íbamos a aprender. Este simple acto de observación y comunicación no verbal abrió las puertas para una sesión más fructífera y participativa.
Un fenómeno adicional digno de mención ocurre cuando entramos a un ascensor y, de manera automática, las personas generan un silencio que puede ser incómodo, ya que se vulnera la distancia social. Este fenómeno se vio intensificado durante la época de pandemia, cuando nos vimos obligados a cambiar nuestros saludos kinestésicos, como abrazos y besos, por un saludo con el puño cerrado o simplemente un gesto a la distancia. En nuestra cultura peruana, tan dada al contacto físico, este cambio mermó nuestro acercamiento habitual.
Durante la pandemia, el uso obligatorio de mascarillas introdujo otra capa de complejidad a nuestra comunicación no verbal. Nos vimos forzados a sonreír con los ojos, un gesto conocido en algunas culturas como «sonrisa Duchenne», que implica la activación de músculos alrededor de los ojos. Este cambio nos llevó a un estilo de comunicación algo indescifrable, donde las emociones y sentimientos tenían que ser expresados y reconocidos más allá de las limitaciones impuestas por la mascarilla. Esta situación subrayó la importancia de adaptarnos y aprender nuevas maneras de transmitir calidez y cercanía, incluso cuando gran parte de nuestro rostro estaba oculto.
Estudios durante la pandemia han demostrado el impacto significativo de estas restricciones en la comunicación no verbal. La reducción del contacto físico y el aumento de las interacciones virtuales han reconfigurado nuestras expresiones de afecto y solidaridad, generando un desafío para la conexión humana. Según investigaciones, la falta de contacto físico no solo afectó nuestras relaciones interpersonales, sino que también tuvo consecuencias en nuestra salud mental, resaltando la importancia vital del tacto y la proximidad en la comunicación humana.
Suelo compartir una anécdota sobre cómo el simple acto de saludar puede revelar mucho sobre la predisposición de las personas hacia la interacción, ilustrando un fenómeno preocupante: la creciente habituación a la indiferencia, esperando que sean otros quienes den el primer paso. Este patrón de comportamiento, cada vez más inconsciente, no solo se refleja en nuestras acciones, sino también en las microexpresiones que pueden definir la percepción que otros tienen de nosotros.
En este contexto, la obra «Convence sin abrir la boca» de Jordi Reche, emerge como una fuente inestimable de sabiduría sobre cómo nuestra forma de comunicarnos, más allá de las palabras, puede tener un impacto profundo en nuestra capacidad para influir y persuadir. A través de sus páginas, Reche nos enseña las mejores prácticas para dejar una huella imborrable en nuestros interlocutores, sin necesidad de pronunciar una sola palabra.
Cierro este post con un paralelo metafórico que refleja la esencia de nuestra comunicación: Imagina que cada interacción es como una semilla que plantamos en el jardín de la mente de nuestro interlocutor. La forma en que la nutrimos —no solo con lo que decimos, sino cómo lo decimos— determinará si florece en un árbol frondoso de confianza y entendimiento mutuo o si se marchita en el olvido. En el arte de comunicar, como en la vida, lo esencial es invisible a los ojos; reside en la música de nuestro ser, esa melodía única que, cuando se toca con maestría, puede abrir cualquier puerta y conquistar cualquier corazón.
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